martes, 13 de marzo de 2012

Y voló

El despertador sonó justo a las seis de la mañana, hora en que X lo había programado; aunque debería estar amaneciendo, parecía que el sol no tenía ganas de salir en ese frío día de invierno.

Se levantó con dificultad de la cama sin muchas ganas de ir a trabajar, otro más que pasa. Se dirigió al baño y en el espejo vio su reflejo triste y sin vida.
Se desnudó lenta y perezosamente, como una serpiente mudando de piel, sólo que en su caso, tendría que ponerse otra para enfrentar al mundo, una y otra vez. Abrió la llave del agua caliente y espero a temperarla con la fría, en mañanas como éstas, debería uno tener licencia para no bañarse. Entró a la ducha y tan pronto como puso un pie dentro, salió.

Se vistió rápido, con la esperanza de que el frío no tuviera tiempo de penetrar sus huesos.

Desayunó. Tomó su máscara, se la puso de mala manera y subió a su mismo auto, como todas las mañanas.

Llegó a su puesto, ordenó los papeles que había dejado el día anterior, llegaron los clientes uno tras de otro, y con la misma sonrisa falsa fue atendiéndolos. Y todos aquellos con la misma máscara, y con la misma sonrisa pintada como en la que tenía puesta.
Hora de almorzar, fue a otro restaurant para variar un poco.

Regresó al trabajo, dieron las 6 de la tarde y religiosamente todos salieron como en una procesión a marcar la tarjeta de salida, todos menos X que tenía que quedarse un poco más a terminar algunos informes pendientes.

Volvió a su casa, se quitó la máscara, cenó, vio algún programa de televisión, revisó su e-mail y se recostó sobre el colchón frio como el mármol, y a decir verdad, parecía de mármol por lo duro que era.

Recordó que su máscara la había dejado en la sala, así que volvió por ella y la puso en su mesa de noche.

Dieron las 6 de la mañana y el despertador sonó. Pero X ya se encontraba en pie. Se acercó a la mampara de su balcón, la abrió de par en par y con su máscara entre las manos se acercó a la ciudad, se detuvo al borde de ella y la dejó caer desde el décimo piso en donde vivía. Vio como se destruyó, pero no alcanzó a escuchar el ruido que produjo esa sensación tan liberadora. No escuchó siquiera el barullo de la gente allá abajo ni las quejas ni las amenazas que le lanzaban. No quería escuchar más a esa ciudad frívola y moribunda.

Subió la mirada hacia el cielo triste y gris, pero ahora estaba un poco más brillante, como si él fuese un pequeño sol; luego, ya iluminado y en el Nirvana, extendió los brazos hacia los lados, cerró los ojos, se inclinó hacia adelante y voló.

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