martes, 23 de enero de 2007

Cuentitos....

Un par de cuentitos cortos:




EL AMOR

- ¡¡Yodelei!!

El viento helado de norte llevaba con angustia y tristeza aquellas notas, entonadas con emoción, en el interior de su gélido cuerpo. Las retenía como un tesoro y las depositaba en lo alto de otra montaña. La triste figura cantante esperó pacientemente la respuesta que vendría del otro lado del valle.

Pasaron veinte minutos y la sonrisa se fue trastocando en una mueca sin vida. Pero eso no fue un impedimento para que siguiera recordando la promesa que le había hecho aquel día de verano. Podía sentir el calor emanando de su cuerpo y confundiéndose con el suyo. Sentía su voz resonando en su interior y recordando cada palabra que se introducía por todo su cuerpo. Volveré antes de que acabe el otoño. Cuando veas caer las hojas de los arboles, cuando el viento del norte empiece a sentirse, sabrás que pronto regresaré. ¿Cómo sabré que aún estarás ahí? Canta y te responderé. Las dos jóvenes figuras se abrazaron bajo el sol que nacía de nuevo.

Y así pasaron los días y se oía siempre un Yodelei al este y otro que respondía proveniente del oeste. Hasta que por fin terminó el verano y las primeras hojas muertas comenzaban su danza con el viento del norte. Caían lentamente como plumas de ángeles y se acurrucaban en el suelo unas con otras.

- ¡¡Yodelei!!

- ¡¡Yodeleiiiiii!! Respondían a los pocos minutos.

Pronto acabará el otoño, pensó. Le hacía ilusión saber que tan solo unos días más tendría que soportar la soledad que era su única compañera. Pero ese día, ella la tenía del brazo y no la dejaría ir. Sentía como el otoño pasaba, volaba, se iba, y como una blanca presencia estaba por llegar y asentarse en los valles de Engadin. Pero su promesa la mantenía expectante. Pero algo en el aire la condujo hasta su cabaña.

Los primeros copos de nieve pintaron de tristeza su morada por la noche. Se dirigió a la montaña y cantó una vez más Yodelei… No hubo respuesta.

Tres días más pasaron y se mantuvo ese silencio de muerte; cuatro días más sin una sola noticia. La blanca tristeza se empozaba sobre su cabeza cada vez que esperaba por largas horas, sin la respuesta que su corazón esperaba.

El último día de invierno subió a lo más alto de la montaña y con todas sus fuerzas cantó Yodelei, una y otra vez. Yodelei, yodelei…

Lagrimas acidas rodaban por sus mejillas y con todas sus fuerzas, con su corazón en las manos, cerebro, pulmones y vísceras todas, una vez más cantó ¡¡Yodele, yodele, yodelei!!

La nieve encontraba cobijo en los blancos cabellos de la figura cantante. ¿Qué sería de ella sin su promesa? El viento necesitaba decirle que la olvidara. Pero nunca lo aceptaría. Y lo que tampoco aceptaría, era que sus cantos se dirigían hacia el cementerio en donde dormían desde hace mucho tiempo, cuerpos ya sin vida.



ALEGRIA

Llevaba ya más de tres días caminando hacia el oeste por el camino que lo llevaría a la ciudadela de piedra, en donde se reunirían los magos de la región para celebrar la decimotercera luna del calendario, la luna azul brillará en los cielos en tres días más, llegaré en dos. El sol, ya cansado y con mirada triste, acariciaba con sus tibios brazos las montañas que rodeaban el valle de Plovdiv. Podía ver los últimos rayos, que se reflejaba en la punta de su báculo. El mago seguía su marcha pensando en el ritual que iba a presidir, hasta que un viento helado salió a su encuentro y lo detuvo. Afinó el oído y pudo escuchar los gritos que traía aquel ente. ¿De qué me hablas? Los pastores, le dijo.

Sintió deseos de llorar por aquellos dos pastorcitos que habían salido, como todos los días, a pastar a sus rebaños. Tomó el camino que lo desviaba de su destino original y trató de apurar el paso. En la senda hacia los pastizales encontró una pequeña oveja, que yacía inconsciente con la cabeza baja. La tomó entre sus brazos y prosiguió. A medida que se acercaba a las verdes praderas, oía los lamentos de las demás que corrían dispersas en la hierba. Podía oler la sangre que se entremezclaba con las desesperanzas. ¿Qué haremos ahora? ¿Dónde están nuestros dueños? ¡Vendrán los lobos! ¡Mamá! ¿Dónde estás? Una vez que llegó a esa maraña de lana, no notó que los pastores que las cuidaban no estaban cerca, pero lo que sí notó, fueron las rocas teñidas de rojo que se habían desprendido de una montaña cercana. Y bajo alguna de ellas, algún resto de lana se asomaba.

Se acercó, aún con el corderito en brazos, a una de las rocas durmientes, posó una mano sobre ella y con angustia la retiró. Agacho la cabeza en señal de duelo y prosiguió el camino hacia la montaña. Cuando estuvo cerca de ella alzó su báculo y así hablo: ¿Qué fue lo que hiciste? Ellos no te pertenecían, ¿por qué tuviste que comértelos? No hubo respuesta. ¿Por qué lo hiciste? ¡Contesta! Del interior de la montaña empezaron a emerger dos gigantescos brazos de piedra y una cara con grandes ojos afligidos y temerosos se dejó notar. ¡Contesta! Dijo una vez más el mago. No fue mi intención, tan sólo me alegré de verlos. ¿Qué dices? Siempre vienen a mis faldas estos dos pastorcitos, los conozco desde hace mucho tiempo, nunca les haría daño. ¡Te los comiste! ¡No! Nunca los lastimaría. Ahora rodaban, desde lo alto, pequeñas piedras que asemejaban lágrimas. Habla entonces. Eran dos pastores, dos amigos. Uno le decía al otro que pronto se casaría; le contaba que su prometida tenía los ojos como dos gotas del lago más azul de Bulgaria, la voz como el canto más dulce del ruiseñor y la boca tan roja como las rosas que nacen en el valle. La montaña miró la oscuridad de la noche, las estrellas que se posaban sobre su espalda y la luna que pronto estaría azul. Y con un suspiro continuó: El otro se emocionó por la alegría que le causaba saber que su amigo, su hermano, se entregaría a una joven tan bella. Yo los conocía desde pequeños y quería alegrarme con ellos. Y así, extendí uno de mis brazos para acariciarlos.

El mago extendió su bastón hacia el cielo y atrajo una estrella, que colocó en la punta de su báculo para que alumbrara toda la escena. Se perdió por un momento en la luz que emanaba su cristal. El corderito empezaba a recobrar el conocimiento y empezó a balar desconsoladamente. ¿Qué hacías tan lejos de tu rebaño? Beeeee, Beeeee… Se volvió hacia la lana dispersa y camino entre los muertos con tristeza. Beeeeee, Beeeeee… ¿Por qué lloras? Porque no encuentro a mi mamá, le respondió.

Los lobos no tardarían en venir y darse un festín con la desesperación que no dejaba de balar.

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